miércoles, 20 de abril de 2011

LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA

1. La conspiración

Tras la victoria del Frente Popular en las eleccio¬nes de febrero de 1936 las condiciones de vida en Es¬paña se habían hecho tan difíciles que había grupos de derecha y también de izquierda que estaban dis¬puestos a acabar con las instituciones republicanas mediante un acto de violencia. Fueron los primeros quienes lo intentaron pero la revolución posterior tes¬timonia que también parte de la izquierda estaba dis¬puesta a abandonar la legalidad.
La conspiración contra la República por parte de la derecha fue plural y desorganizada. A las extremas derechas monárquicas, que habían conseguido el apoyo de Benito Mussolini, se sumaron algunos sec¬tores militares, incluso republicanos, qué asumieron la dirección principal del alzamiento por encima de estas fuerzas políticas. El más importante de los orga¬nizadores de la conspiración fue el general Emilio Mora en Pamplona, que, según alguno de sus biógra¬fos, tenía una «limitadísima» simpatía por la Monar¬quía. Estaban con él el general Manuel Goded, que había conspirado contra la Dictadura, el general Gonzalo Queipo de LIano, inveterado conspirador durante esa misma época, y el general Guillermo Cabanellas, que sorprendió con su alineamiento con los sublevados. La participación de Franco en el al¬zamiento no estuvo muy clara hasta el final.
También colaboraron en la preparación de la su¬blevación algunos de los diputados de la CEDA, co¬mo Ramón Serrano Súñer o el conde de Mayalde. El principal dirigente de esta agrupación, José María Gil Robles, no fue consultado por los dirigentes de la sublevación, aunque prestó apoyo económico a ésta con los fondos electorales de su partido.
Ni por un momento se pensaba en la posibilidad de una guerra civil; se preveía una actuación muy violenta y decidida para conseguir rápidamente el triunfo en Madrid;' capital del Estado y centro de las decisiones' políticas, y el establecimiento de un régi¬men dictatorial que, en principio, no debía ser perma¬nente ni conducir de forma necesaria a la Monarquía.
Ante la conspiración militar cabe preguntarse cuál fue la reacción del gobierno. Es sencillanientf1 impo¬sible que ignorara que se estaba preparando un golpe de Estado, cuando incluso la prensa hablaba de dio y España entera era un rumor permanente al respecto. La realidad es que el gobierno sí tomó disposiciones para evitar el estallido de una sublevación contra el gobierno del Frente Popular:
. Los mandos militares superiores se habían con¬fiado a personas de las que no cabía esperar una conspiración en contra de la República.
. En África, cuyo ejército proporcionó a los su¬blevados una de las bazas más importantes para su triunfo, los altos mandos militares también eran fieles al régimen.
¬. Diversos militares sospechosos habían sido trasladados a puestos desde los que su actuación sería mucho menos peligrosa: Goded a Baleares y Franco a Canarias, por ejemplo. Otros genera¬les, como Varela y García Escámez, fueron san¬cionados. Se sospechaba de Mola, pero se con¬fiaba en que no llegara a ponerse de acuerdo con los carlistas en Pamplona.
. Las fuerzas de orden público en las grandes ciu¬dades fueron puestas al mando de autoridades adictas.
El error del gobierno fue, quizá, no prever la mag¬nitud de la sublevación y manifestar incapacidad para controlar a sus propias masas, no atreviéndose a rom¬per con la extrema izquierda. Su táctica consistió en esperar un estallido de un intento militar, como el de agosto de 1932, que se hundiría por su propia debili¬dad y por las medidas adoptadas por el gobierno, en cuyo caso éste se reforzaría ante la opinión pública, podría restablecer el orden y le sería más fácil cum¬plir su programa. Los dirigentes políticos, Azaña y Casares Quiroga, erraron en la valoración de sus propias fuerzas: cuando se produjo la sublevación, algunos grupos políticos iniciaron una revolución social que redujo el poder del gobierno a la nada.
Desde luego, como en el caso de los conspiradores, tampoco el gobierno se planteó ni remotamente la posibilidad de una guerra civil.

2. El alzamiento y su propagación

El pronunciamiento se inició en Marruecos el día 17 de julio, adelantándose a la fecha prevista. Dos días más tarde asumió el mando el general Franco, que se había sublevado sin dificultades en Canarias y se había trasladado a Marruecos en un avión inglés alquilado por conspiradores monárquicos. A partir del 18 de julio el alzamiento se extendió a la penínsu¬la, dependiendo su resultado en los distintos puntos de factores muy variados: la preparación de la conju¬ra, el ambiente político de la región, la unidad o divi¬sión de los militares y las fuerzas de orden público, el grado de decisión de las autoridades, la proximidad de una gran capital que influyera en la posición de la región del entorno, etc.
En Navarra, donde Mala desempeñó el papel de¬cisivo, y en Castilla, regiones católicas y conserva¬doras por excelencia, los sublevados lograron la vic¬toria fácilmente. En Aragón la sublevación venció en las capitales de provincia merced a la postura del ge¬neral Cabanellas, antiguo diputado radical, alineado ahora con los sublevados. Algo parecido sucedió en Oviedo capital, pero el resto de Asturias estuvo do¬minado abrumadoramente por la izquierda. En Gali¬da triunfó la sublevación, dado el carácter conserva¬dor de la región, pese a la fuerte resistencia de las organizaciones obreras en algunas capitales.
La situación de Andalucía era opuesta, pues el ambiente era marcadamente izquierdista en esta re¬gión. La victoria del general Queipo de Llano en Sevilla fue una sorpresa, pero su situación fue muy precaria al principio. Lo mismo sucedió en otras ca¬pitales como Cádiz, Granada o Córdoba, ya que los barrios obreros ofrecieron una resistencia que no desapareció hasta que llegó el apoyo del ejército de África. La situación fue muy similar en Extremadu¬fa, aunque la ciudad de Cáceres se sublevó.
En Castilla la Nueva y Cataluña la suerte de la sublevación dependió de lo que pudiera suceder en las dos grandes capitales, Madrid y Barcelona: en ambas el ambiente político era izquierdista. En Madrid la conspiración estuvo muy mal organizada y los suble¬vados quedaron encerrados en sus cuarteles sin deci¬dirse a salir a la calle, con lo que acabaron bloqueados por las fuerzas fieles al gobierno y las milicias popula¬res. En Barcelona salieron de ellos, pero las fuerzas de orden público les cerraron el paso. En la victoria del Frente Popular en las dos grandes capitales del país fue decisivo el hecho de que la sublevación no fuera secundada unánimemente por toda la guarnición, pe¬ro también fue crucial la actitud de las masas proleta¬rias, que en Madrid sitiaron el cuartel de la Montaña y en Barcelona hostilizaron a los grupos de soldados, empleando contra ellos armas que presumiblemente habían reunido los anarquistas para luchar contra el gobierno.
En otras regiones hubo titubeos hasta el final. En el norte, el País Vasco se escindió ante la rebelión: Álava estuvo a favor de ella y Vizcaya y Guipúzcoa en contra, gracias a la postura de los nacionalistas vascos ante la promesa gubernamental de la inminen¬te concesión del estatuto autonómico y debido tam¬bién a su evolución hacia una actitud demócrata cris¬tiana. En las Baleares se sublevaron Mallorca e Ibiza, pero no Menorca. En Valencia los sublevados dudaron mucho para, al final, ser derrotados. En oca¬siones, núcleos de resistencia sublevados -Alcázar de Toledo, Nuestra Señora de la Cabeza en Jaén- man¬tuvieron la resistencia frente a los republicanos.

3. Las consecuencias inmediatas
España dividida
El balance de aquellos tres días de julio fue que España quedó dividida en dos, entre una serie de re¬giones y provincias que se habían pronunciado contra el gobierno y otras que le eran fieles. Desde luego la razón principal del estallido de la guerra civil fue que el pronunciamiento imaginado por Mola había fraca¬sado, y esto fue así porque el ejército no adoptó una actitud unánime: casi la mitad de la oficialidad exis¬tente quedó en el lado de los gubernamentales, aun¬que de ella sólo una pequeña proporción actuara en el campo de batalla a su favor. Originariamente, a la República no le faltaron recursos militares, aunque los generales desempeñaron un papel más importante en el bando sublevado y la oficialidad joven militara con ellos en su inmensa mayoría.
En realidad, las fuerzas de uno y otro bando esta¬ban bastante equilibradas. Si los sublevados conta¬ban con el ejército de África, la porción más valiosa y técnicamente mejor preparada, la ventaja del gobier¬no era clara en la flota -en la que, sin embargo, la ofi¬cialidad era muy conservadora y fue eliminada, lo que hizo difícil el correcto empleo de los buques- y en aviación. Además, el Frente Popular disponía de las capitales más importantes, la industria y las reservas de oro del Banco de España.
Los acontecimientos se precipitaron en los días que siguieron a la sublevación. El gobierno de Casa¬res Quiroga trató de mantener la legalidad con sus solas fuerzas y sin repartir armas a las masas. Tras su dimisión, Azaña intentó formar un gobierno bajo la presidencia de MartÍnez Barrio, que era el político situado más al centro y que trató de evitar la guerra civil (algunas guarniciones todavía titubeaban entre un bando y otro). Sin embargo, ni el general Mola ni Largo Caballero aceptaron esta solución porque con¬sideraban irremediable e incluso deseable la guerra. El 19 de julio se formó un nuevo gobierno, presidido por Giral, que procedió al reparto de armas.

.El proceso revolucionario
Sin duda, un factor decisivo en el desarrollo de la guerra fue el proceso revolucionario que estalló en la zona que controlaba el Frente Popular y que se auto¬denominaba republicana. Fue ella la que despertó un interés apasionado por parte de muchos de los extran¬jeros que en este momento visitaron España. Aunque los partidarios de Franco acusaron a las izquierdas de tener preparada una revolución, en realidad ésta fue la respuesta a la sublevación. Consistió, en primer lugar, en la pulverización del poder político hasta el extremo que resultaba muy difícil, por no decir impo¬sible, descubrir a quién le correspondía tomar de¬cisiones e, incluso, convivieron tres organismos públicos de decisión superpuestos en algunas pro¬vincias como, por ejemplo, Guipúzcoa. En cada re¬gión se constituyeron juntas que, a modo de canto¬nes y con una significación política contradictoria, se repartían el poder y lo administraban sin tener en cuenta para nada el resto del país.
La revolución también tuvo consecuencias de ca¬rácter militar al no existir un mando unificado ca¬paz de planificar la acción bélica. Las milicias po¬pulares, que pretendieron sustituir a las unidades militares, resultaron ineficaces e indisciplinadas. Un tercer aspecto del proceso revolucionario fue el eco¬nómico-social. Los anarquistas, pero también los co¬munistas y socialistas en no pocas regiones, pusieron en marcha una colectivización de la propiedad que fue muy mayoritaria en el campo andaluz y en la in¬dustria catalana. Se trató del proceso revolucionario más importante producido en Europa desde la revolu¬ción rusa en 1917 y se ha podido calcular que casi la mitad de la tierra útil fue expropiada, aunque hubo re¬giones enteras (Cataluña y Levante, por ejemplo) en donde el porcentaje fue mínimo. Algo parecido suce¬dió en la ciudad: en Barcelona se expropiaron tres cuartas partes de las industrias pero sólo un tercio en Madrid. El índice de producción catalana, en parte como resultado de ello, se redujo a un tercio y no hay duda de que en lo relativo a la industria de armamen¬to la colectivización fue un grave inconveniente. Co¬mo es natural, este proceso revolucionario impidió la unidad necesaria durante el periodo bélico y causó muchas dificultades a los combatientes republicanos.

¬1. Fases de la guerra
La guerra de columnas
Entre julio y noviembre de 1936 los límites de ca¬da una de las dos zonas en que quedó dividida Espa¬ña no fueron precisos. La lucha adoptó la forma de enfrentamiento entre agrupaciones de fuerzas de uno y otro bando, en el que uno trataba de ampliar el área que controlaba, mientras que el otro se situaba a la defensiva. El combate entre columnas atacante s y de¬fensoras supuso la inexistencia de un frente estable y fue bien expresivo tanto de la primitiva carencia de fuerzas como de la descentralización de las decisio¬nes y de la irresolución misma de los combates.
En este periodo la superioridad de los sublevados fue manifiesta: ello explica la rapidez con que Fran¬co, después de pasar el estrecho de Gibraltar, alivió la angustiosa situación de las capitales andaluzas. Pe¬ro las tropas del ejército de África fueron empleadas sobre todo para forzar el camino a Madrid, en cuyos arrabales se detuvieron, porque era mucho más fácil para ellas obtener la superioridad en campo abierto que en las calles de una ciudad. También las tropas nacionalistas, con la toma de Irún, aislaron la zona norte de sus adversarios de la zona francesa.
En cambio los éxitos del Frente Popular fueron menores. Su avance desde Cataluña hacia las capita¬les aragonesas quedó detenido pronto y la expedición dirigida desde Barcelona a las Baleares fracasó, por lo que a partir de entonces estas islas fueron una base importante para el bloqueo de la costa mediterránea y, más adelante, para el bombardeo de Barcelona por las tropas franquistas.
. La batalla en torno a Madrid (de noviembre de 1936 a marzo de 1937)
A finales de noviembre de 1936 se produjo un im¬portante cambio en la guerra, no sólo por la cada vez mayor ayuda extranjera, sino por el proceso creciente de militarización de la población; en Madrid se crea¬ron las milicias populares por los generales Miaja y Rojo, que se encargaron de la defensa de la ciudad mientras que el gobierno republicano partía hacia Valencia.
Franco detuvo sus fuerzas ante la capital y, puesto que era imposible el éxito mediante un ataque fron¬tal, trató de apoderarse de las comunicaciones, con lo cual Madrid acabaría cayendo inevitablemente. En consecuencia intentó tomada por el procedimiento de flanqueo, ordenando atacar en dirección a la carrete¬ra de La Coruña, hacia el Jarama y por Guadala¬jara. Estas tres ofensivas dieron lugar a otras tantas batallas que testimonian el endurecimiento alcanzado por la guerra, pero, a pesar de su superioridad cualita¬tiva y la ayuda de las tropas italianas, Franco no lo¬gró derrotar a sus adversarios sino que, por vez pri¬mera, las tropas del Frente Popular detuvieron al enemigo atacante. En los tres casos las tropas de Franco habían avanzado sobre sus posiciones ante¬riores, pero no habían conseguido sus objetivos. Se¬guían manteniendo la iniciativa, pero los republica¬nos habían sido capaces de enfrentárseles, en batalla defensiva, dejando la solución en tablas.
Visto que la guerra no podía ganarse en el centro, Franco, aconsejado por el general Vigón, decidió concentrar sus fuerzas en el frente Norte para derro¬tar al adversario allí donde era más débil.

La caída del frente Norte. Guernica (de marzo a octubre de 1937)
La decisión de Franco suponía que la guerra ha¬bría de ser de modo inevitable más larga y, en efecto, 1937 fue el año crucial de la contienda. La concentra¬ción en Vizcaya de lo mejor de las tropas franquistas significó la pérdida de esta provincia. La lucha ad¬quirió tintes de ferocidad superiores a lo habitual has¬ta entonces. La aviación alemana realizó bombardeos sobre poblaciones que no eran objetivos militares in¬mediatos, como Durango y Guernica, utilizando tác¬ticas que luego se emplearían durante la Segunda Guerra Mundial, mientras que la artillería se concen¬traba contra las fortificaciones adversarias.
En cambio, la toma de Santander resultó un «pa¬seo militar» por la ayuda de las tropas italianas y la escasa organización de la resistencia. Por el contra¬rio, la toma de Asturias, por la tradición izquierdista de la región y lo áspero del terreno, dio lugar a una defensa encarnizada: cuando acabó su conquista que¬daron grupos guerrilleros que tuvieron actividad mi¬litar hasta el final de la Segunda Guerra Mundial.
Durante el verano de 1937 las tropas del Frente Popular lanzaron tres ofensivas para distraer a las tropas de Franco en Segovia y La Granja (junio), Brunete (julio) y Belchite (agosto), pero fracasaron por no estar coordinadas y porque el ejército republi¬cano parecía más capacitado para la defensa a ultran¬za que para sacar provecho de una gran ofensiva. Si Brunete y Belchite se hubieran producido a la vez ha¬brían logrado detener la caída del frente Norte.

Teruel y la marcha hacia el Mediterráneo (de fin de 1937 a junio de 1938)
Después de tomar Asturias Franco había pensado iniciar una maniobra sobre Madrid desde Guadalaja¬ra, pero el ejército popular, para evitar el ataque a Madrid, decidió llevar a cabo una ofensiva de diver¬sión en Teruel. Fue ésta la primera ocasión en que las tropas frentepopulistas tomaron la iniciativa de ma¬nera decidida y lo hicieron al principio con éxito: la bolsa de Teruel se cerró con sólo 300 bajas y por pri¬mera y única vez una capital de provincia fue con¬quistada por el ejército popular.
Inmediatamente Franco se lanzó a una contraofen¬siva de desgaste que transcurrió en unas durísimas condiciones c1imáticas, librando una decisiva batalla en la que su superioridad material en artillería y avia¬ción ya era manifiesta.
Las tropas del general Franco consiguieron recu¬perar Teruel, produciéndose un amplio derrumba¬miento del frente que les permitió llegar hasta el Me¬diterráneo. En menos de dos semanas las tropas franquistas avanzaron 120 km Y llegaron a Vinaroz para proseguir el avance hacia Valencia pero, ante la dura resistencia defensiva, se quedaron atascadas en el Maestrazgo.
En el mar la flota republicana, que hasta el mo¬mento se había mostrado ineficaz por la carencia de oficialidad, consiguió una sonada victoria al hundir el crucero Baleares.

La batalla del Ebro y Cataluña (de julio de 1938 a febrero de 1939)
Estabilizado el frente, de nuevo el ejército popular tomó la iniciativa cruzando el Ebro frente a Gandesa. El general Franco, al advertir que se enfrentaba a lo mejor del ejército popular, en vez de limitarse a dete¬ner al enemigo prefirió una batalla frontal, sangrienta, larga y poco imaginativa, con una gran concentración de fuego artillero como jamás se había utilizado hasta el momento. Tras tres meses y medio de lucha y siete ofensivas sucesivas, el ejército popular hubo de retro¬ceder a sus posiciones de origen.
La batalla del Ebro acabó por decidir la guerra. El general Franco, en su avance, ocupó Cataluña en fe¬brero de 1939 sin encontrar resistencia: según se dijo, Barcelona fue tomada con sólo una baja por parte de los atacantes. Para muchos republicanos la caída de Cataluña significaba el final definitivo de la guerra. El propio presidente de la República, Manuel Azaña, ya exiliado en Francia, presentó su dimisión en ese momento. Algo más de medio millón de personas cruzaron la frontera francesa hacia el exilio. Buena parte de ellas jamás regresaría.

El final de la guerra

Tras la dimisión de Manuel Azaña, la falta de una cabeza visible del régimen era bien significativa del ambiente de derrota existente. También lo era la cre¬ciente impopularidad del gobierno de Juan Negrín y de sus principales colaboradores, los comunistas, por razones que se explicarán más adelante. Los mandos militares coincidían en dar por perdida la guerra: en febrero de 1939 Menorca se rindió sin lucha y Ne¬grín, reunido con ellos en ese mismo mes, descubrió que gran parte de éstos querían entablar negociacio¬nes con el bando franquista. Pero Juan Negrín pensa¬ba que había que ofrecer un aspecto exterior de resis¬tencia para obtener unas mejores condiciones de paz o para enlazar con una eventual guerra mundial; por eso no aceptó negociación alguna que, por otra parte, tampoco hubiera sido aceptada por Franco.
A fines del mes de febrero y comienzos de marzo se precipitó la crisis del Frente Popular con el reco¬nocimiento del general Franco por parte de Francia y Gran Bretaña. En la segunda quincena de marzo el
coronel Casado y el político socialista Julián Besteiro iniciaron las conversaciones para intentar negociar el final de la guerra con Franco. Quería!) que se dieran facilidades para la evacuación y que no hubiera re¬presalias indiscriminadas. Pero el general Franco exi¬gió la rendición sin condiciones y el 1 de abril pudo anunciar la completa victoria de sus tropas.


2. La guerra como acontecimiento internacional

En sus orígenes la guerra civil española había sido puramente un conflicto interno, pero poco a poco Es¬paña se convirtió en el «centro de las pasiones y decepciones del mundo». En ella, en efecto, se en¬frentaban con las armas en la mano el fascismo, la de¬mocracia y el comunismo, tras otros combates ante¬riores en toda Europa, aunque sin tanta violencia. Ya en el mes de noviembre de 1936 la guerra española fue un motivo de inestabilidad internacional porque alineó a los diversos países aliados de un bando u otro. El gobierno de la República tuvo el apoyo de Francia, la Rusia soviética y las Brigadas Internacionales; estas últimas, organizadas directamente por Rusia -aunque no todos sus componentes eran comunistas sino de muy diversas procedencias- estaban unidas por un marcado sentimiento antifascista. El bando ca¬pitaneado por el general Franco contó con apoyos más decididos: la Italia de Benito Mussolini y la Alemania de Adolf Hitler; los países católicos tendieron a apo¬yar a Franco como consecuencia de la persecución re¬ligiosa en la zona del Frente Popular.
Sin duda la ayuda extranjera a cada uno de los dos bandos fue muy importante y aun decisiva para el de¬sarrollo de la guerra, porque ambos carecieron de re¬cursos iniciales para lograr la victoria. En Londres se creó un Comité de no intervención que, en teoría, propició la marginación de los países europeos del conflicto, pero sus recomendaciones sólo fueron se¬guidas por Gran Bretaña. En los Estados Unidos el presidente Roosevelt mantuvo la neutralidad a través del «embargo moral» y luego efectivo del material de guerra. Sin embargo la compañía TEXACO pro¬porcionó al general Franco las tres cuartas partes de su petróleo. En el resto del continente americano, México apoyó con entusiasmo al Frente Popular; en cambio, otros gobiernos sudamericanos apoyaron a Franco, aunque no fuera más que diplomáticamente.

Apoyos al Frente Popular
Los mayores inconvenientes de la ayuda recibida por los republicanos eran su dependencia del gobier¬no existente en Francia (si éste era más izquierdista colaboraba más con la República) y, sobre todo, la exigencia del pago de la ayuda de manera inmediata y poco generosa. La ayuda francesa a los frentepopulis¬tas españoles fue muy intermitente y, en consecuen¬cia, el gobierno republicano debió recurrir a otras fuentes de aprovisionamiento, fundamentalmente ma¬terial de guerra soviético. Los rusos enviaron mate¬rial, pero apenas hombres, y exigieron una contrapar¬tida económica inmediata. La URSS, en efecto, no se conformó con una promesa de pago, tal como hicie¬ron Alemania e Italia. El gobierno de Francisco Largo Caballero, en cambio, hubo de autorizar el traslado a Rusia de una parte del oro depositado en el Banco de España y las compras de material se hicieron contra ese depósito. Sin duda Rusia cobró su colaboración a unos precios cercanos a los reales.

Apoyos a las tropas franquistas
Por el contrario, la ayuda recibida por el general Franco fue pagada mucho más tarde. Para los fran¬quistas la ayuda más importante fue la de la Italia fas¬cista, que envió material y unos 73.000 hombres que formaban unidades militares voluntarias. El carác¬ter de la ayuda alemana fue distinto y su montante global supuso entre la mitad y las tres cuartas partes de la cifra italiana. En cambio, restringió de forma voluntaria la aportación humana: la Legión Cóndor constó de un centenar de aviones y unos 5.000 hom¬bres que se relevaban periódicamente. También lle¬garon instructores para adiestrar a las tropas fran¬quistas. Como contrapartida, y a diferencia de los italianos, a los que interesó sobre todo el aspecto po¬lítico de su colaboración con Franco, los alemanes crearon compañías industriales cuya misión funda¬mental fue entrar en el capital de sociedades mineras españolas. Además, el general Franco también contó con la ayuda de voluntarios portugueses e irlandeses y de unos 70.000 combatientes marroquíes, muy te¬midos por el adversario.
Difícilmente se exagerará la importancia de la ayuda exterior para cada uno de los beligerantes. En ocasiones esta ayuda constituye la mejor explicación de determinados acontecimientos de la guerra como, por ejemplo, el paso del Estrecho o la batalla del Ebro. En cuanto a su volumen, es posible que fuera muy semejante en cada bando: el número de aviones recibidos fue casi el mismo, y el valor del oro entre¬gado a Rusia viene a coincidir con el monto de la ayuda italoalemana. Pero, sin duda, aquellos momen¬tos en que las ayudas exteriores fueron decisivas, be¬neficiaron ante todo a los sublevados. De cualquier modo, es innegable la mayor decisión de las poten¬cias fascistas, que no sólo no tuvieron inconveniente en apoyar una sublevación que al principio parecía fallida, sino que además emplearon tropas regulares propias para apoyarla y no escatimaron los envíos de material. Todo ello contribuye a decantar el balance final a favor del general Franco.

1. La formación de dos ejércitos

Sin duda, una de las mayores tragedias del Frente Popular fue la de que, cuando pudo contar verdadera¬mente con un ejército -aunque siempre inferior al ad¬versario en calidad-, ya era demasiado tarde para ob¬tener la victoria. Los primeros esfuerzos por militarizar a las masas populares se habían producido cuando el general Franco comenzó su ataque a Ma¬drid. Entonces habían llegado al gobierno republica¬no las quejas de sus mandos militares en el sentido de que las milicias sólo servían para labores de reta¬guardia, e incluso eran un elemento perturbador, es¬pecialmente los anarquistas, ya que los comunistas -el famoso 5º Regimiento- demostraban una eficien¬cia bastante superior. Aunque el número de milicia¬nos fue elevado, por el entusiasmo político, su efica¬cia militar era escasa.
A partir de 1936 se fue creando el llamado ejérci¬to popular, que era el fruto de la conversión de las antiguas milicias en unidades regulares. La organiza¬ción militar adoptada fue la de la «brigada mixta», «pequeña gran unidad», caracterizada por ser una especie de ejército en miniatura y por tanto más avanzada desde el punto de vista táctico que la vieja división en regimientos y batallones.
Pero esta militarización de las unidades republica¬nas no se produjo a la vez en todo el territorio contro¬lado por el Frente Popular: Cataluña organizó un ejército por su cuenta, la «columna de hierro» anar¬quista de Teruel se negó a aceptar la militarización y en el Norte no llegó a producirse de manera completa ni en los momentos más difíciles. Aun mostrándose fuerte en la defensiva, el nuevo ejército fracasó siem¬pre que se trató de llevar a cabo una maniobra de cierta envergadura. Otro grave inconveniente que pa¬deció fue la falta de mandos, en especial de mandos intermedios.
En el bando franquista la constitución de un ejér¬cito encontró muchas menos dificultades porque los generales ejercían el supremo mando político. La mi¬litarización de las milicias fue posterior a la de los frentepopulistas, quizá porque su necesidad era me¬nos acuciante y siempre se dispuso de una masa de maniobra profesional. Fue muy alto el número de vo¬luntarios cuya procedencia política era básicamente falangista o carlista. Respecto de los mandos, se crea¬ron los «alféreces» y «sargentos provisionales» -en número de unos 23.000 y 20.000, respectivamente-, que, adiestrados por instructores alemanes, encuadra¬ron a sus órdenes las nuevas unidades. Como en el ejército popular, también en el del general Franco hu¬bo unidades de élite que eran las empleadas en las ofensivas y demostraron una amplia capacidad de maniobra. Otro rasgo que lo diferenció de aquél fue su capacidad de concentración de los mejores recur¬sos para la ofensiva en un punto determinado.

2. La doble represión

En los dos bandos hubo un fenómeno semejante: la voluntad de exterminar al adversario produjo un si¬multáneo terror, característico de todas las guerras civiles. Aun antes que la transformación social, la primera consecuencia de la revolución en el bando del Frente Popular fue el «terror rojo», simultáneo a un «terror blanco» que se desencadenó en el otro bando con objetivos semejantes.
Respecto a los destinatarios de la represión, en el bando sublevado se exterminó a políticos adversa¬rios, masones, profesores de universidad y maestros tildados de izquierdismo, y a una docena de genera¬les que se habían negado a secundar el alzamiento. En la zona del Frente Popular fueron asesinados frai¬les, curas, patronos, militares sospechosos de fascis¬mo y políticos de significación derechista. Lo que no resulta de momento apreciable es el número de repre¬saliados en cada bando, pero es probable que las ci¬fras resulten bastante semejantes, sobre todo teniendo en cuenta las ejecuciones llevadas a cabo por el gene¬ral Franco al final de la guerra civil.
Puede decirse que la represión se produjo sobre todo en los primeros momentos del estallido del con¬flicto y que inicialmente tuvo un carácter espontáneo. La dureza de la represión fue mayor en aquellas zonas donde el temor al adversario también lo era. El poeta Federico García Lorca fue asesinado en la Gra¬nada de comienzos de la guerra civil, prácticamente rodeada, y en el Madrid de izquierdas aterrorizado por la proximidad del enemigo tuvo lugar el asesina¬to de un buen número de oficiales en las cercanías de Paracuellos en las mismas semanas.
Una de las consecuencias de la represión fue la adopción por la Iglesia católica de una postura neta¬mente favorable a los sublevados. En la zona contro¬lada por el Frente Popular desapareció el culto católi¬co y los incendios de templos llegaron a convertirse en actos rutinarios. El número de miembros del clero asesinados se acercó a las 7.000 personas. Todo esto resultó muy grave para el Frente Popular, por cuanto la inmensa mayoría de la España católica se alineó contra él y concibió la guerra civil como una auténti¬ca cruzada, aunque el Vaticano nunca se refirió a ella con esta denominación. Además, la imagen de la Re¬pública en el exterior se vio afectada muy negativa¬mente. La jerarquía eclesiástica no dudó en sus prefe¬rencias, y aun antes de que los dirigentes de la sublevación identificaran su causa con la del catolicismo, ella misma lo hizo. La Carta Colectiva de agosto de 1937, firmada por la mayoría de los obis¬pos, no trataba de justificar ante los españoles la vi¬sión de la guerra civil como una cruzada, pues ello ya era comúnmente aceptado por los católicos naciona¬les, sino ante los extranjeros. En este texto se intenta¬ba probar que la Iglesia había sido la «víctima princi¬pal» de la República.
En general, por tanto, el catolicismo apoyó clara¬mente al general Franco, a pesar de que en la propia España existía una división entre los mismos católi¬cos, al haber optado los nacionalistas vascos y parte de los catalanes, que eran católicos, por la causa re¬publicana. Pero factores de índole política explican también el resultado final de la guerra civil.

¬3. La evolución política del Frente Popular
Los temas que motivaron las divergencias entre los miembros del Frente Popular fueron precisamente los relativos a la revolución y a la constitución del ejército. Las posturas extremas fueron las representa¬das por el Partido Comunista y los anarquistas. En lí¬neas generales, los partidos burgueses se inclinaban más por la actitud comunista, mientras que los socia¬listas, demasiado divididos, en realidad no elabora¬ron un programa propio y tendieron a enzarzarse en disputas internas.

Comunistas y anarquistas
Los comunistas defendieron una postura diame¬tralmente opuesta a la que habían mantenido durante la Segunda República: si antes había sido maximalis¬ta, revolucionaria y casi insurreccionalista, ahora pa¬recían no apreciar siquiera las oportunidades revolu¬cionarias que se daban objetivamente en España en esos momentos. A lo sumo defendían la necesidad del control obrero y de una serie de reformas que hu¬bieran podido ser llevadas a cabo en una república democrática. En cambio, su insistencia en los proble¬mas militares era abrumadora: todo debía ser sacrifi¬cado en aras de la victoria en la guerra. De esta for¬ma, el Partido Comunista logró, por una parte, la adhesión de pequeños propietarios temerosos de la revolución y, por otra, la de militares que estaban in¬dignados con la ineficacia de las milicias populares.
En cambio, los anarquistas pensaban que la suble¬vación había creado las condiciones objetivas para el estallido de la revolución. Guerra y revolución tenían que ser dos procesos paralelos: no se podía ganar la guerra sin hacer la revolución. Y así se dio la parado¬ja de que los anarquistas, esencialmente enemigos del Estado y defensores a ultranza de la revolución, se vieron obligados a participar en el ejercicio del po¬der, primero en Cataluña y luego en toda España. En la polémica se impusieron poco a poco los comunis¬tas, aunque su triunfo no fue inmediato ni tampoco completo, ni siquiera al final.
En septiembre de 1936, cuando la situación mili¬tar era muy difícil, el presidente de la República, Ma¬nuel Azaña, nombró jefe de gobierno al socialista Francisco Largo Caballero, que fue recibido con «tolerancia y comprensión» por los anarquistas. Tan sólo dos meses después estaban representados en el gabinete. Sin embargo, la política seguida por Largo Caballero fue bastante menos revolucionaria de lo que se esperaba. De hecho se negó a la unificación del PSOE con el partido comunista, impulsó la mili¬tarización y siguió una línea independiente. Lo que dificultó su gestión de manera especial fueron los continuos roces de los anarquistas con todos los de¬más grupos políticos, que propiciaban, aunque en di¬verso grado, la unificación de esfuerzos en pro del triunfo militar. En mayo de 1937 se produjo un con¬flicto en Barcelona entre la Generalitat y los anar¬quistas, que degeneró en una lucha confusa que arro¬jó un saldo de 400 a 500 muertos. Estos sucesos de mayo provocaron la caída de Largo Caballero, al concitarse contra él los comunistas -que exigían un ritmo más vivo en la unificación política y militar del Frente Popular y criticaban la falta de conocimientos militares del viejo dirigente de UGT - y también al¬gunos socialistas de derechas e incluso de los grupos republicanos, coincidentes con ellos.

. El gobierno de Negrín y el apoyo comunista
El sucesor de Largo Caballero fue el catedrático de Medicina Juan Negrín, socialista del grupo de Indalecio Prieto. Dada su procedencia política, todo el mundo preveía que iba a operarse un giro hacia la de¬recha, el orden, la autoridad y la centralización, y los anarquistas lo calificaron de «contrarrevolucionario». Los mismos «trece puntos» en los que condensó su programa ante la guerra tuvieron un tono moderado.
El gobierno de Negrín llevó a cabo una buena par¬te de las tareas previstas e insistió de manera priorita¬ria en el esfuerzo militar, pero acabaron apareciendo los defectos de Negrín como gobernante. Bohemio y desordenado en el trabajo, cayó en el mismo persona¬lismo de su predecesor. Su actuación estaba cada vez más aislada del propio Manuel Azaña y de sus minis¬tros.
Otra acusación muy frecuente contra él fue la de que estaba dominado por los comunistas. En reali¬dad, Negrín tenía una política personal y utilizaba pa¬ra ella a los comunistas, pero a fuerza de descansar sobre ellos les permitió alcanzar mayor influencia que nunca. En los últimos meses de la guerra el go¬bierno de Juan Negrín fue considerado -por el tam¬bién socialista Luis Araquistain- como el «más inep¬to, más despótico y más cínico que hubiera tenido España». Juicios como éste, sin ser ciertos, testimo¬nian hasta qué punto se mantuvo la desunión en el bando republicano. Sin embargo hay que recordar que al final de la guerra los comunistas controlaban la mayor parte de las jefaturas de los ejércitos de tie¬rra, mar y aire, así como las direcciones generales de Seguridad y Carabineros. Pero si los comunistas ha¬bían alcanzado una influencia tan grande, aunque nunca decisiva, fue también en parte porque los de¬más no estuvieron a la altura de las circunstancias creadas por la guerra ni supieron darse cuenta de sus exigencias.

4. La unidad de los sublevados en torno a Franco
Como en el bando republicano, también en el franquista existieron corrientes opuestas, pero en él se consiguió la unidad efectivamente y, además, sin apenas derramamiento de sangre. En el bando fran¬quista el sentimiento católico y antirrevolucionario constituyó el factor decisivo de aglutinamiento de los distintos partidos y opiniones, mientras que el ejérci¬to desempeñó un indudable papel hegemónico tam¬bién en el terreno político. Estos factores hicieron po¬sible que los sublevados lograran la unidad sin excesivos inconvenientes.
La sublevación se justificó como un acto preventi¬vo frente a una revolución que se consideraba inmi¬nente, aunque la realidad fue precisamente la contra¬ria: la sublevación militar provocó la revolución social en el bando republicano. En cambio, el pro¬nunciamiento militar no era antirrepublicano: no sólo los generales Cabanellas o Queipo de Llano, sino también Franco, se manifestaron republicanos en sus primeras proclamas.

El acceso de Franco a la jefatura única
Desde el primer momento, en el bando sublevado la unidad fue sentida como necesaria aunque al prin¬cipio no fuera fácil. Una jefatura única indisputada hubiera podido ser la del general Sanjurjo, pero éste murió en accidente de aviación en Portugal el mismo 18 de julio. A finales de este mes se estableció una junta militar presidida por el general Cabanellas que pronto se reveló insuficiente como órgano políti¬co e incluso militar. Generales monárquicos (Kinde¬lán y Orgaz) y africanistas (Yagüe y Millán Astray), insistieron en la necesidad de lograr una mayor uni¬dad a través de una jefatura única, que debería ser la del general Franco. Finalmente, se proclamó a Fran¬co «jefe del gobierno del Estado», fórmula imprecisa que éste transformó en una verdadera Jefatura del Estado para sorpresa de alguno de sus compañeros de generalato, reduciendo el papel de la junta pree¬xistente al carácter de Junta Técnica del Estado. Además, la guerra civil le convertiría en «caudillo», es decir, líder indisputado.

La unificación de la derecha
Sin embargo, subsistían problemas de carácter po¬lítico. La situación era propicia a los partidos de ex¬trema derecha: monárquicos alfonsinos, carlistas y falangistas. En la primavera de 1937 hubo en este bando, como en el adversario, graves disidencias in¬ternas que concluyeron en el mes de abril de dicho año con el decreto de Unificación en un partido único de aquellos dos más importantes en la España sublevada: carlistas y falangistas. Sin duda, este pro¬ceso era predecible desde bastante antes. Los falangistas, que tenían una fuerza muy reducida en el año 1936, vieron aumentar sus efectivos en forma de una verdadera avalancha de adhesiones, pero sus dirigen¬tes eran de escasa talla, ya que su fundador, José An¬tonio Primo de Rivera, había sido ejecutado en la cár¬cel de Alicante y su partido estaba formado por jóvenes estudiantes sin experiencia profesional. Por otro lado, los carlistas, ya con anterioridad, habían tenido que renunciar a disponer de una academia mi¬litar propia, que fue prohibida por el general Franco. Ambos grupos estaban divididos, mientras que aque¬llos otros que habían sido más importantes durante la etapa republicana -la CEDA, por ejemplo- práctica¬mente habían desaparecido.
Junto al general Franco la figura más destacada del régimen en su primera etapa fue su cuñado Ra¬món Serrano Súñer, procedente de la derecha de la CEDA. Sus propósitos, descritos por él mismo, fue¬ron construir un Estado a base del «calor popular, so¬cial y revolucionario» de Falange y las doctrinas «al¬go más inactuales» del carlismo. Este carácter sincrético de todas las derechas sería muy caracterís¬tico del régimen de Franco.
Aparte de propiciar una posición reaccionaria en materias educativas y religiosas, el régimen distó mu¬cho de configurarse de una manera clara en esta pri¬mera etapa de su existencia. El único texto constitu¬cional aprobado fue un Fuero del Trabajo que no pasaba de ser una declaración de principios de carác¬ter social. Cuando, a comienzos del año 1938, se pro¬dujo la formación de un gobierno, su composición heterogénea demostró la pluralidad de componentes que existían en el bando sublevado.

S. Balance de una derrota y de una victoria

Como dice el historiador británico Raymond Carr, la guerra civil española fue «una guerra de pobres», en la que ninguno de los dos bandos podía emprender dos acciones ofensivas simultáneas porque carecía de fuerzas suficientes. Esta afirmación vale también en el terreno material. Desde el punto de vista militar, la guerra fue un conflicto de un país retrasado que no hizo prever las novedades técnicas que se utilizarían en la Segunda Guerra Mundial, a pesar de que los alemanes ensayaron alguna de ellas.
El ejército del Frente Popular desaprovechó las ventajas iniciales -con tan sólo dos escuadrillas hu¬biera evitado el paso de las tropas de Marruecos por el Estrecho de Gibraltar- y, aunque tras largo apren¬dizaje se capacitó para combatir a la defensiva, sus ofensivas tuvieron una escasa eficacia o condujeron a verdaderos desastres, como ocurrió al final de la gue¬rra. El ejército de Franco tuvo una capacidad de ma¬niobra mucho mayor, pero las virtudes de quien lo di¬rigía fueron más la prudencia, la constancia y la capacidad logística, que la audacia o la brillantez de concepción. Por tanto, los aspectos técnico-militares no son los que explican el resultado final de la guerra ni tampoco resulta tan decisiva la ayuda exterior reci¬bida por uno y otro bando.
Sin duda hubo algo mucho más fundamental: aun¬que la guerra contó con un fuerte apoyo popular en ambos bandos, el vencedor supo poner mucho mejor los medios para ganarla que el perdedor. La principal razón de ello estriba, en buena parte, en que, aunque los propósitos de unos y otros eran negativos (antico¬munismo en el bando franquista y antifascismo en el bando republicano), lo eran mucho más los del ven¬cedor, que se sublevó por un reflejo de defensa ante la revolución, mientras que los frentepopulistas se lanzaron a toda suerte de experimentos revoluciona¬rios. En suma, la realidad es que si el Frente Popular fue derrotado, la causa estuvo, en gran medida, en él mismo: como escribió el general Rojo, «fuimos co¬bardes por inacción política antes de la guerra y du¬rante ella». Los perdedores, en efecto, no pusieron los medios para lograr la victoria.
La guerra civil española, como cualquier otra de su clase, mezcló confusamente la barbarie y el heroís¬mo, la intemperancia y la lucidez. Quienes mejor que¬dan parados de ella fueron quienes hicieron todo lo posible por evitar el mayor derramamiento de sangre. De ellos, el que expresó esa voluntad de una forma literariamente más bella fue Manuel Azaña, cuando en un discurso pronunciado en el año 1938 aseguró que los cuerpos de los caídos llevarían un mensaje de «paz, piedad y perdón» a las generaciones posteriores.

6. Los intelectuales y la guerra de España
También en otro aspecto la guerra civil española tuvo un trascendental impacto sobre la vida interna¬cional. El historiador Hugh Thomas ha afirmado que la contienda española fue una especie de Vietnam de los años treinta: era tan fácil el maniqueísmo que to¬da la intelectualidad liberal o izquierdista se sintió obligada a tomar postura frente al conflicto bélico a favor de la República. En consecuencia, la clara mayoría del mundo cultural se pronunció en contra del general Franco: en una encuesta británica, la pro¬porción era de 20 a 1. La guerra se convirtió así en la última «gran causa»: si nunca en este siglo tantos es¬critores de tantos países escribieron desde un punto de vista político sobre un suceso histórico, fue por¬que, en un mundo que parecía retroceder, decadente, ante el fascismo, el caso español les parecía «lo único que puede mantener la esperanza» (Einstein). Por ello no es extraño que lo interpretaran de una manera sim¬ple, ni que en buena medida trasladaran a un conflicto civil concreto sus propias tensiones espirituales.
Independientemente de que sus juicios fueran o no acertados, algunos -no todos- de esos intelectuales de izquierda encontraron en su experiencia española la base de algunas de sus mejores obras. Baste citar L' Espoir del francés André Malraux, F or whom the bell tolls del norteamericano Ernest Hemingway o Homage to Catalonia del británico George Orwell. Cada una de ellas viene a ser como una especie de autobiografía particular ante el conflicto y de las en¬señanzas sacadas durante él.
También hay que hacer mención a los más escasos intelectuales que apoyaron al general Franco: de un lado la intelectualidad prófascista como Charles Maurras, Ezra Pound o Roy Campbell; de otro, una buena parte de los intelectuales católicos (con excep¬ciones significativas, situadas en los antecedentes de la democracia cristiana, como Jacques Maritain y Frans;oise Mauriac). Entre estos últimos recordemos en Gran Bretaña a Hilaire Belloc, sir Arnold Lunn y Evelyn Waugh, y, en Francia, a,Paul Claudel.
En líneas generales, las posturas de unos y otros pecaron de una excesiva simplificación. Sin duda mucho más dura y difícil fue la decisión que hubieron de tomar los intelectuales españoles, que conocían mucho mejor las circunstancias que habían llevado al conflicto bélico. La llamada Generación del 98, libe¬ral pero no demócrata en todos los casos, ni tampoco socialista, se encontró incómoda en los dos bandos. El filósofo José Ortega y Gasset y el doctor Gregorio Marañón combatieron las excesivas simplificaciones de la izquierda acerca de lo que fuera el Frente Popu¬lar. Por su parte, el escritor Miguel de Unamuno, que al principio fue un enfervorizado partidario de la su¬blevación, acabó decepcionándose tras un sonado in¬cidente que tuvo con el general Millán Astray. El es¬critor Pío Baroja huyó de las dos zonas en guerra pero acabó incorporándose a la de Franco.
Sin duda, fueron los intelectuales más jóvenes los que más se comprometieron con uno y otro bando. La vanguardia literaria y artística prestó un buen ser¬vicio de propaganda al Frente Popular: mientras Pa¬blo Picasso pintaba su Guernica para el Pabellón de la República española en la Feria de París (1937), el poeta Miguel Hernández apostrofaba a Benito Mus¬solini, «dictador de cadenas, carcelaria mandíbula de canto», y Rafael Alberti cantaba a las Brigadas Inter¬nacionales que «con las mismas raíces que dan un mismo sueño, sencillamente, anónimos y hablando habéis venido». Hubo, sin embargo, también una por¬ción considerable de la intelectualidad relacionada con la generación de 1927 que se identificó con el bando de Franco, en especial con la Falange juvenil y revolucionaria.

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