lunes, 3 de enero de 2011

SOCIEDAD, CULTURA Y ECONOMÍA EN LA ESPAÑA DEL SIGLO XIX


SOCIEDAD, CULTURA Y ECONOMIA EN LA ESPAÑA LIBERAL.
La demografía. La ciudad y el campo

1. Una población en lento crecimiento

La primera forma de acercarse a una sociedad consiste en contar el número de sus componentes, porque no existe mejor retrato de ella que la determi¬nación de la cuantía de su crecimiento en compara¬ción con otras latitudes. En este sentido es necesario señalar el lento desarrollo de la población española, en especial teniendo en cuenta la evolución de otras sociedades cercanas. Si a finales del siglo XVIII o co¬mienzos del XIX España podía tener unos diez millo¬nes y medio de habitantes, a fin de siglo llegaba a al¬canzar los diecinueve. El incremento poblacional fue limitado en todo el primer tercio de siglo, de manera que en 1833 había algo más de doce millones de es¬pañoles, y se hizo bastante más rápido en los años cincuenta (en 1857 contaba unos quince millones y medio). La Restauración de la Monarquía se inició con algo más de dieciséis millones de habitantes.

2. El mantenimiento de un régimen demográfico antiguo.
Si es importante la determinación de los grandes saltos cuantitativos para medir el grado de cambio de una sociedad a través de la demografía, resulta tam¬bién necesario tener muy en cuenta la posible compa¬ración con otras sociedades. Lo que mide el grado de modernidad demográfica de una sociedad es la mor¬talidad y la natalidad.
La mortalidad era inferior al 25 %0 en Gran Breta¬ña al comienzo del siglo XIX y en Francia alrededor de los años cuarenta de dicho siglo. En cuanto a la natalidad estaba por debajo de 30 %0 en Francia en tomo al año 1830, cifra a la que se llegó en Gran Bre¬taña a fines de siglo. En el caso de España, la evolu¬ción fue más lenta y ambas cifras sólo se alcanzaron en las dos primeras décadas del siglo XX. La combi¬nación de alta mortalidad y una elevada natalidad se explican por la pervivencia de una economía antigua, que hacía aparecer periódicas crisis de subsistencias, y un estado deficiente de la higiene pública, que fa¬vorecía las epidemias recurrentes, principalmente del cólera.

3. Grandes diferencias regionales.
En lo que se refiere a la distribución de la pobla¬ción, había grandes diferencias, debidas a la mayor natalidad de unas zonas con respecto a otras (Cana¬rias, por ejemplo, experimentó un aumento superior a otras zonas).
Determinadas provincias y, desde luego, los nú¬cleos urbanos experimentaron un crecimiento muy superior a la media debido a razones de carácter eco¬nómico. Cataluña, que representaba el 8 % del total nacional a comienzos de siglo, se aproximaba al 11 % en los años sesenta. Madrid, que tenía poco más de 200.000 habitantes en el comienzo del siglo XIX había duplicado esta cifra al comienzo de la Restau¬ración.

2. La emigración
Durante estos años, a pesar de la ruptura del vínculo político con las antiguas colonias hispanoa¬mericanas, prosiguió el desplazamiento hacia estos territorios. En las primeras décadas de siglo la emi¬gración fue ilegal y clandestina, y ya en los años treinta se intentó dirigir hacia aquellas colonias espa¬ñolas que aún quedaban, en Cuba y las Antillas. Las normas de tolerancia hacia la emigración, dictadas en esta fecha, obedecían a la necesidad de mano de obra y perjudicaron a quienes se acogieron a ellas. A con¬secuencia de la prohibición de la trata de esclavos, los emigrantes se vieron obligados al cumplimiento de unos contratos de trabajo que los reducía práctica¬mente a la condición de tales. Sólo en el año 1853 se liberalizó la emigración, que, sin embargo, siguió so¬metida a determinados permisos gubernativos, pero junto a ella se mantuvo una emigración ilegal muy importante. En estas fechas ya se consideraba la emi¬gración como un derecho.
La emigración transatlántica se dirigió, en pro¬porción superior al 40 %, hacia Cuba y sólo en un se¬gundo momento hacia Argentina. La procedencia de los emigrantes fue de regiones costeras o insulares: Canarias, Galicia, Asturias y Cataluña proporciona¬ron los porcentajes más altos. El fenómeno de la mo¬vilidad de la población fue general, de modo que a esta emigración hacia América hay que sumar fe¬nómenos menos significativos pero importantes. Por ejemplo, en el año 1861 existía en Argelia una pobla¬ción española de cerca de 60.000 personas, proceden¬tes del levante español y principalmente de la provin¬cia de Alicante.
A la emigración exterior se sumó la realizada en el interior de la Península. Si las regiones costeras pre¬senciaban el flujo de población hacia América, en las zonas del interior se emigraba hacia las capitales y grandes centros de población. Tal fue el caso de Gali¬cia, cuyas zonas interiores enviaban sus excedentes demográficos hacia Madrid.

3. Una urbanización creciente

Un rasgo muy característico de la España de me¬diados del siglo XIX es el creciente progreso de la urbanización. En este momento una cuarta parte de los españoles vivían en poblaciones de más de 2.000 habitantes, pero más significativo es el incremento de la población en ciudades de más de 100.000 habitan¬tes. En la década de 1870 España tenía ya cinco ciu¬dades que superaban esta cifra. Aparte de Madrid, Barcelona llegó a los 250.000 habitantes y Valencia, Sevilla y Málaga también estuvieron por encima de esa barrera demográfica.
Una preocupación muy característica de este creci¬miento de la ciudad fue la relativa a la habitación y, re¬lacionada con ella, estuvo la cuestión higiénica que afectaba, como es lógico, de forma principal a la clase trabajadora. Mariano José de Larra, en uno de sus ar¬tículos costumbristas, presenta a los caseros madrileños ofreciendo en alquiler habitaciones que son como «un baúl en él que están las personas empaquetadas de pie» y en casas donde las escaleras parecen «cerbatanas».
En estas condiciones no puede extrañar que a par¬tir de este momento se promoviera la desaparición de las murallas y cercas que rodeaban a las ciudades y la creación de planes urbanísticos destinados a la ex¬pansión urbana. En general, la desaparición de las murallas medievales tuvo lugar a mediados del si¬glo XIX. En 1860, Cerdá en Barcelona y Castro en Madrid elaboraron sendos planes de ensanche en re¬tículas geométricas de manzanas, acompañadas por parques que no siempre se mantuvieron. Sin embar¬go, la puesta en práctica de la remodelación de las ciudades no se produjo hasta el final de siglo.

Una nueva sociedad

1. Las clases dirigentes

Nobleza, burguesía y clases medias constituyeron en la España de mediados de siglo el indisputado sec¬tor dirigente, separado del resto de los españoles por la barrera creada por la necesidad de que existiera un mínimo de contribución para llegar a adquirir la con¬dición de ciudadano con plenitud de derechos.

a. La nobleza
La nobleza mantuvo un poder social impresio¬nante, mientras que el de carácter político era decre¬ciente. La gran nobleza, residente en Madrid y ab¬sentista de sus propiedades agrícolas, ocupaba la cabecera de las listas de contribuyentes de la capital hasta el año 1860 y sólo a partir de esta fecha hubo fortunas burguesas semejantes. Cualquier cifra de for¬tuna de cincuenta o más millones de reales correspon¬día a un gran noble que vivía de las rentas agrícolas, sin ninguna preocupación por los negocios de otro tipo hasta bien entrada la Restauración. Era la propia condición desmesurada de estas fortunas la que quita¬ba cualquier interés en pasar más allá de una vida de rentista. Sin embargo, hubo nobles que acabaron arruinándose por llevar una vida particularmente sun¬tuosa, como fueron los Osuna y los Altamira.
Otro fenómeno característico de los años centrales de siglo XIX es la permeabilidad del estamento no¬biliario, nutrido por nuevos títulos procedentes de los negocios y de los servicios políticos o militares a la Monarquía. En cambio, no hubo un despliegue de títulos a favor de las personas relevantes de la Admi¬nistración o del mundo de la cultura. Una forma de premiar la fidelidad a España de la clase dirigente cu¬bana fue la concesión de títulos.
De cualquier modo, ese peso social no estaba rela¬cionado con el político. A lo largo de las etapas de gobierno moderado, los sectores más reaccionarios deseaban crear un Senado de carácter estamental y reservado a la alta nobleza, pero no triunfaron y la propia nobleza parece haber estado lejana a la lucha política. Pacheco, uno de los dirigentes del sector «puritano» del partido moderado, decía de esta gran nobleza que «sus miembros ni intelectual ni física¬mente» eran comparables a sus antecesores.
La adaptación de la nobleza al nuevo mundo de la industrialización y al capitalismo se produjo con len¬titud y ya en la Restauración, puesto que la presencia de nobles en los Consejos de Administración en épo¬ca anterior ha de atribuirse, principalmente, a razones de puro prestigio.

b. La burguesía
Si esta alta nobleza debe considerarse como un re¬siduo del pasado, aún con una abrumadora influencia en la vida social española de entonces, en cambio la gran burguesía nace y se desarrolla principalmente en estos momentos. No se debe pensar que se trata de una burguesía industrial, pues ningún empresario dedicado a esta rama de la actividad era, a mediados de siglo, propietario de una gran fortuna, confortable, por ejemplo, en unos treinta millones de reales. Por otro lado, estas fortunas eran muy excepcionales fuera de Madrid. Los grandes burgueses, más que innovado¬res en un sector industrial específico, eran propieta¬rios de tierras, comerciantes o arrendatarios de servi¬cios públicos. Gran parte de ellos hicieron su fortuna en Cuba y suele tratarse de individuos de clase media procedentes de las zonas de emigración hacia Amé¬rica (cántabros, gaditanos, catalanes), que muy a menudo tenían intereses en otras partes del mundo como, por ejemplo, en Gran Bretaña. Un caso carac¬terístico es el de Juan Manuel de Manzanedo, que lle¬gó a tener el patrimonio más importante de España y fue nobilizado en el año 1862.
Madrid fue el centro de atracción de esta gran bur¬guesía, cuyo peso social se demuestra en que sus pa¬lacios eran con frecuencia de mayor tamaño que los edificios públicos de un Estado muy pobre. Por su parte, la burguesía catalana llevó una vida bastante independiente, pero el origen de su fortuna a menudo fue también cubano. López y López, luego marqués de Comillas, consolidó su fortuna en plena guerra de Independencia antillana transportando las tropas es¬pañolas al otro lado del Atlántico, pero la había ini¬ciado con el comercio y también a ella sumó la banca.

c. La clase media
A mediados de siglo las clases medias formaban un universo muy plural, en parte no acogido en pleni¬tud a la condición de ciudadanos, ya que carecían de pago de una contribución suficiente que se situaba, de acuerdo con la Ley electoral, en torno a 200 y a 400 reales, dependiendo de las categorías. Merece la pena repasar la composición de estas clases medias y establecer el peso concreto de cada sector de las mismas:
. La clase media burocrática, designada en el censo como empleados, estaba compuesta por unas 65.000 personas, cifra casi idéntica a los miembros del clero y sus asistentes, sin contar con las órdenes religiosas. Merece la pena hacer mención del fenómeno de la cesantía, es decir, la ausencia de estabilidad en los puestos como consecuencia de no estar profesionalizada la Administración y depender estrictamente de los cambios políticos. El mayor peso de la Admi¬nistración lo encontramos en el ejército, mien¬tras que los profesionales de la educación no llegan a 30.000.
. También llama la atención la parquedad de las clases profesionales: unas 20.000 personas re¬lacionadas con la abogacía y algunas más dedi¬cadas a la medicina y veterinaria. Bajo la rúbri¬ca de «dedicados al comercio» figuran algo más de 70.000 personas, de las que no se puede decir ni siquiera que fueran propiamente la mayoría de clase media.
. En cuanto a los fabricantes, apenas aparecen en el censo del año 1860 unos 13.000. En definiti¬va, estas cifras parecen demostrar una endeblez de la transformación social.

2. El pueblo
De acuerdo con la mentalidad y el lenguaje de la época, la barrera entre el ciudadano propiamente di¬cho y quien pertenecía a estos sectores populares es¬taba señalada por la propiedad. De ahí expresiones públicas de esa distancia que hoy pueden parecer es¬candalosas. Por ejemplo, el diputado Esteban Collan¬tes identificó, en el propio Congreso de los Dipu¬tados la pobreza con la estupidez, mientras que Pacheco añadió que quien «ganaba afanosamente su sustento» con su trabajo no era merecedor de la esti¬ma pública. Siendo tan difícil de precisar la distancia entre la pertenencia al sector de la sociedad que podía ejercer el protagonismo de la ciudadanía, algo muy característico de la época fue el resguardo de lo que podríamos denominar como «el decoro o las aparien¬cias», que pretendían sustituir la realidad de una pro¬piedad todavía inaccesible.

a. Las protestas populares

El protagonismo de las clases populares quedaba reducido a un género de irrupción violenta y periódi¬ca, demostrativa de la queja ante situaciones de pre¬sión económica o de resistencia frente al Estado.
Es muy característico de la primera el fenómeno de las crisis de subsistencias, tanto en el medio rural como en el urbano. Sólo a partir de mediados de siglo quedó resuelto este problema gracias al desarrollo de los medios de transporte. Durante este periodo, la dieta de pan de las clases populares madrileñas em¬pezó a contar con productos nuevos y diferentes co¬mo la carne y la patata.
En cuanto a la protesta en contra del Estado se re¬fería a los impuestos, principalmente el de consumos, pero aún más a las quintas, es decir, el servicio mili¬tar mediante sorteo que implicaba peligros graves en caso de guerra colonial, tan frecuente entonces. Emilio Castelar se refirió en un discurso al auténtico «terror» causado por esta razón en las pequeñas po¬blaciones. Al establecerse la posibilidad de una re¬dención a cambio de una cantidad de dinero, se hizo habitual la aparición de sociedades de seguros -con nombres tan expresivos como El consuelo de las fa¬milias- que permitían, a través del ahorro, la reden¬ción de esta obligación en el caso de que la suerte fuera adversa.
Todos estos motivos de protesta no deben hacer pensar en la ausencia de una concepción del mundo y la vida por parte de estos sectores. Como tuvo repeti¬das ocasiones de probar este sector social, en especial el urbano, fue liberal radical o exaltado, igualitario y juntero y así lo demostró en las numerosas situa¬ciones en las que se produjeron protestas y barricadas en la capital de España.

b. Los obreros
Es importante señalar que en su composición esta plebe apenas si admite la denominación de proleta¬riado. Lo que entendemos como tal-es decir, los tra¬bajadores industriales- aparecen denominados en el censo como «trabajadores en las fábricas» y apenas eran unos 150.000. Incluso estirando un poco esta cantidad con parte de los artesanos se obtiene una ci¬fra como la citada tan sólo en Barcelona, lo que pue¬de ser válido para el reinado de Isabel n. Ya sabemos que esos tejedores del algodón tuvieron un protago¬nismo político importante, tanto durante la Regencia de Espartero como en el bienio progresista.
La temprana organización en sindicatos o asocia¬ciones semejantes se explica en gran medida por las condiciones de trabajo a que se veían sometidos. Los testimonios de la época revelan, por ejemplo, que las jornadas de doce horas resultaban por completo habi¬tuales. Además, se debe tener en cuenta que el aso¬ciacionismo de estos primeros proletarios españoles no se limitó a la pura defensa de los intereses econó¬micos, sino que se extendió también a otras activida¬des y materias, como la práctica de música coral, si¬guiendo la inspiración de Clavé.


c. Sirvientes y menestrales

De cualquier modo, es necesario insistir en que en la sociedad española de mitad del siglo XIX ese pro¬letariado industrial era excepcional. Incluso si se ad¬miten como válidas las cifras ya citadas, están muy por debajo de las que el censo menciona para sirvien¬tes de ambos sexos (más de 800.000), que también superaban en número a los 600.000 artesanos censa¬dos. Todo ello nos remite a una sociedad en la que es todavía bien patente el recuerdo del Antiguo Régi¬men. En Madrid, por ejemplo, las cifras de los miem¬bros del servicio doméstico (40.000) se situaban por encima de los jornaleros y de los artesanos.
La sensación de vivir sometidos a los avatares de la fortuna que caracterizó a estos medios vale para la totalidad de las clases populares. No sólo no existía a mediados de siglo ninguna legislación social, sino que el salario era poco seguro y elástico. Sí parece evidente que durante el siglo XIX tuvo lugar una lenta mejora del nivel de vida, en especial en la dieta ali¬menticia, aunque persistieron los problemas graves de la vivienda urbana.

d. Los campesinos
La situación de las clases populares en el campo era mucho peor que en el medio urbano. El censo del año 1860 ofrece para los jornaleros del campo una ci¬fra de casi dos millones y medio de personas, que no sólo es la más elevada de las rúbricas existentes, sino que por sí sola permite determinar la peculiaridad de la sociedad española de la época.
Su forma de vida estaba supeditada a las condicio¬nes aleatorias impuestas por la meteorología, de mo¬do que sus ingresos -parte en dinero pero parte tam¬bién en especies- sólo existían si había trabajo, circunstancia que no superaba los doscientos días al año. En estas condiciones no puede extrañar que el paso del señorío eclesiástico o nobiliario a la propie¬dad burguesa pudiera tener consecuencias explosivas en alguna región como Andalucía, al venir acompa¬ñado, a menudo, por una disponibilidad mucho más plena y absoluta de la propiedad de la tierra.
Ya en los años cuarenta se detectan quemas y talas en el campo andaluz, donde la desamortización hizo aparecer una burguesía agraria formada por los anti¬guos grandes arrendatarios del pasado. Los esta¬llidos, identificados a veces con los grupos políticos democráticos o republicanos, se hicieron más fuertes en el año 1857 (El Arahal y otras poblaciones del Ba¬jo Guadalquivir), pero resultaron especialmente sig¬nificativos en la sublevación de Loja (1861). Su di¬rigente, Pérez del Álamo; llegó a tener bajo su mando a unos 100.000 jornaleros, que acabaron dis¬persándose ante la presencia del ejército, iniciando así un tipo de protesta cíclica que luego se expresaría también mediante los movimientos ácratas.
Una parte de las privaciones de las clases popula¬res era la consecuencia directa del analfabetismo. En realidad, éste es un importante rasgo distintivo de la sociedad española en comparación, por ejemplo, con la francesa, que a mediados de siglo tenía menos de un tercio de analfabetos que la española, donde la ci¬fra rondaba en torno al 70 %. Los proyectos de ins¬trucción pública legados por la Ilustración estuvieron muy presentes en la gestión de los liberales españoles, pero distaron mucho de traducirse en la realidad. Aun¬que desde 1830 hasta los años .sesenta se pudieron construir unas 8.000 escuelas, se dejó su competencia a los Ayuntamientos, siempre en situación muy preca¬ria, mientras que el Estado se limitaba en la práctica a la enseñanza universitaria y en sus presupuestos no
dedicaba a estas atenciones más allá del 1 %.
Especial gravedad tenía el analfabetismo de la mujer. Sólo en los años sesenta aparecieron iniciati¬vas relacionadas con la promoción educativa de la misma, surgidas a veces en los medios universitarios (el rector de la Universidad Central), pero también del primer feminismo español (Concepción Arenal).

e. Los pobres de solemnidad
Llama la atención la presencia en el censo de una rúbrica dedicada a los «pobres de solemnidad», que acoge a nada menos que 260.000 personas. La asun¬ción por parte del Estado de la obligación de cuidar de ellos se concretó en sucesivas Leyes Generales de Beneficencia sin que ello permitiera, sin embar¬go, la total integración social de estos sectores.
Economía
1. Estancamiento agrario y apertura al exterior

Aunque no existe cuantificación fiable de las con¬secuencias económicas de la guerra de la Indepen¬dencia y de las guerras civiles posteriores, parece que los efectos de una y otras debieron ser muy graves. Así se prueba por testimonios aproximativos de polí¬ticos y escritores de la época. Cuando se inició la construcción del ferrocarril, la gran argumentación para justificarla consistió en la necesidad de remediar los desperfectos causados durante las etapas anterio¬res en las comunicaciones españolas.
En cuanto a la agricultura, baste con recordar que en las Cortes del trienio constitucional, antes de la guerra carlista, hubo quien calculó que se producía un sexto menos de trigo, la mitad de aceite y todavía una proporción menor de vino. Todo hace pensar que hasta el año 1840, España vivió en un profundo es¬tancamiento económico por motivos políticos inter¬nos, pero también debido a la ruptura de la relación con las Indias.
Ha sido habitual considerar que la España de las décadas centrales del siglo XIX se caracterizó por su dualidad entre un mundo rural, anclado en el pasa¬do, y un mundo urbano, en el que comenzó una transformación en sentido capitalista. Actualmente se tiende a pensar que, aun siendo manifiesta esa duali¬dad, tampoco debe exagerarse. También el mundo agrario presenció cambios importantes, aunque no fueran espectaculares. En cuanto al término con el que denominar la evolución en el mundo urbano e in¬dustrial se debe optar por «atraso», en sentido crono¬lógico y de impacto sobre el conjunto de la sociedad española en relación con lo que sucedía en otras lati¬tudes, más que por «fracaso».

a. Agricultura

Los cambios técnicos que se produjeron en el me¬dio agrícola fueron lentos. Hasta bien entrado el siglo (en concreto, hasta 1866-1868) perduró un tipo de cri¬sis característico del mundo del Antiguo Régimen: una mala cosecha podía producir en una región determina¬da un increment06de la mortalidad ante la imposibili¬dad de lograr que otras regiones mejor provistas envia¬ran sus excedentes, dada la penuria de los transportes.
Cada una de esas crisis perjudicaba gravemente a los sectores más humildes: mientras que los grandes propietarios se beneficiaban del alza de precios, los braceros tenían menos jornales y los pequeños pro¬pietarios debían recurrir a los préstamos.
A pesar de estas crisis, la realidad es que la Espa¬ña rural experimentó cambios de importancia entre el comienzo del siglo XIX y los años sesenta. Principal¬mente una mejor articulación del mercado nacional y de las relaciones con el exterior, una mejor adapta¬ción de los cultivos a las peculiaridades de la tierra y un aumento general de la producción cuya conse¬cuencia fue la mejor alimentación de los españoles.
Se llevó a cabo una cierta especialización de los cultivos según las peculiaridades climáticas. En el norte, a partir del final del XVIII se difundió, junto con el maíz, la patata, mientras que los cereales se convertían en el cultivo predominante en las dos Cas¬tillas y Andalucía y el viñedo ocupaba cada vez más espacio en el litoral mediterráneo.
El sector agrícola empezó a adaptarse al mercado nacional e internacional. Incluso una región caracte¬rizada por el autoconsumo como era Galicia comen¬zó a exportar cabezas de ganado a Gran Bretaña. También se adaptaron al mercado las antiguas colo¬nias americanas, con las que se mantuvo una relación comercial a pesar de la independencia política.
Las nuevas roturaciones en ocasiones se hicieron en tierras marginales, pero lo cierto es que el aumen¬to de la superficie de cultivo produjo también un importante incremento en la producción. Se ha calcu¬lado que de 1800 a 1860 el crecimiento en la superfi¬cie de cereal cultivada fue del orden del 50 % y pudo triplicar la de vid. El desarrollo de la producción pu¬do ser del orden del 90 % en trigo, más del doble en vino y esa misma proporción en aceite. Como no pa¬rece que los métodos de cultivo cambiaran de manera significativa, hay que atribuir estos cambios princi¬palmente a tierras cultivadas por vez primera y a una mejor adaptación de los cultivos a las peculiaridades de cada región.

b. El mundo urbano

En contraste con el mundo agrario, en el urbano se empezaron a producir cambios importantes en la dé¬cada de los años cuarenta, pero fueron mucho más decisivos en la inmediatamente posterior, durante el gobierno de los progresistas.
Estos cambios fueron la consecuencia principal de la apertura hacia el exterior. Tanto el Antiguo Ré¬gimen como la política seguida por los moderados tendieron a una actitud de cerrazón que, por ejemplo, puso dificultades a la importación de maquinaria tex¬til desde Gran Bretaña, a pesar de los evidentes efec¬tos positivos que podía tener sobre la industrializa¬ción española. Por otro lado, aunque a partir del final de la guerra civil se produjo una etapa de prosperidad económica, la crisis financiera producida en tomo a 1848 en toda Europa arrastró en España a la mayor parte de las sociedades anónimas, que quedaron redu¬cidas a menos de una decena. A mediados de siglo se llevó a cabo la reconversión de la Deuda por Bravo Murillo que, en la práctica, significó algo muy seme¬jante a un puro y simple repudio, y la cotización de la Deuda española quedó suspendida en Londres, que era el principal mercado mundial.
La situación empezó evolucionar en el bienio pro¬gresista y para que así sucediera resultó imprescindi¬ble la transformación en la legislación del Estado. A comienzos del año 1856 se regularon definitiva¬mente las sociedades de crédito y bancos de emi¬sión. Fue la inversión en los ferrocarriles españoles la que atrajo a la inversión financiera extranjera, pero también a la nacional, que supuso la mitad del total. El capital extranjero -en concreto, francés- creó la trama que haría posible las inversiones. Así se de¬muestra por el hecho de que las sociedades de crédito más importantes que se instalaron en estas fechas en España centraron el grueso de sus inversiones en re¬des de ferrocarril de las diferentes regiones españo¬las. Cada una de ellas fue la representación en Espa¬ña de una gran banca francesa. Así, los Rothschild crearon la Sociedad Española Mercantil e Indus¬trial, los Péreire el Crédito Mobiliario y Prost la Compañía General de Crédito.
El periodo 1859-1864, coincidente con el gobier¬no de la Unión Liberal, resultó excepcionalmente próspero desde el punto de vista financiero. No sólo todas esas sociedades contribuyeron a él, sino que la economía española se abrió hacia el exterior. Ya en este momento, la mayor parte del comercio exte¬rior español se dirigía hacia Gran Bretaña y Francia y una porción considerable de él consistía en bienes de equipo. La economía española tenía problemas en¬démicos como, por ejemplo, los relativos a la Deuda, pero empezaba a sentar las bases para la industria¬lización.

¬2. La industrialización y los transportes

La mayor apertura de la economía española la fa¬cilitó el proceso industrializador en esta fecha, y si no fue mayor se debió en parte a factores derivados de las propias condiciones materiales del país.
Aunque es cierto que hubo una burguesía rentista poco capaz de lanzarse a aventuras empresariales, también había grupos emprendedores. El capital ex¬tranjero fue imprescindible y no puede pensarse que su utilización tuviera consecuencias negativas para el crecimiento económico español. Si se importó ma¬quinaria o productos siderúrgicos, la razón fue que la industria nacional era incapaz de proporcionados.

a. La siderurgia
La industria por excelencia en la primera fase de la industrialización fue la siderurgia, que constituye un buen ejemplo de las dificultades existentes en el caso de España. La localización de esta industria es¬taba necesariamente marcada por la de las materias primas. Eso explica que se sucedieran tres focos de desarrollo siderúrgico, sin que hasta el último cuarto de siglo se llegara a una ubicación definitiva.
El primer alto horno se instaló en España en la provincia de Málaga, como iniciativa de Heredia, para utilizar la madera y las minas de hierro locales. Sin embargo, las dificultades pronto fueron muy grandes al utilizar un combustible de escaso poder calórico. En el plazo de treinta años este foco desapa¬reció y la siderurgia se trasladó a Asturias en la pro¬ximidad de las minas de carbón. Esta provincia desa¬rrollaba ya a mediados de siglo casi la mitad de la producción siderúrgica, pero estaba destinada a ser superada por la siderurgia vizcaína, que a partir de las ferrerías tradicionales evolucionaría hacía un cla¬ro predominio.
En el momento de la revolución de 1868, la side¬rurgia vasca representaba ya el 28 % de la produc¬ción nacional, mientras que la malagueña tan sólo quedaba en el 5% y la asturiana disponía del 46 %. La primera industria siderúrgica vasca moderna fue propiedad de la familia Ybarra, que desempeñaría un papel de primera importancia en el desarrollo del capitalismo vasco y también nacional.

b. La industria textil

La industria textil catalana testimonia las posibili¬dades de desarrollo industrial a partir de un punto de partida muy modesto.
Cataluña, y más en concreto Barcelona, fue des¬crita por viajeros extranjeros como una «pequeña In¬glaterra» y sin duda lo era, al menos en comparación con el resto de la Península, puesto que en ella se lo¬calizaban las tres cuartas partes del capital social en sociedades anónimas del país. Partiendo de una capi¬talización producida por el comercio de productos agrícolas, los industriales textiles catalanes primero crearon una industria autóctona que fue capaz de mantener, a lo largo de toda la primera mitad del si¬glo XIX, un contacto comercial con América que no quedó roto a pesar de la independencia.
Al tiempo, a través de la importación de maquina¬ria británica en el periodo 1830-1860, consiguieron la mecanización total de su industria que a partir de este momento quedó en condiciones óptimas para alcan¬zar la hegemonía sobre el resto de las industrias texti¬les españolas. La introducción de la maquinaria -de¬nominada en inglés self-acting, lo que explica que se las llamara selfatinas- motivó protestas muy duras y quemas por parte de los artesanos, pero se acabó im¬poniendo e incluso transformando la forma de vida en Barcelona, donde más del 40 % de la población vivía de la industria a mediados de siglo.
Existen datos significativos acerca de los progre¬sos de la industria textil catalana, que era principal¬mente de algodón. El incremento de la importación de materia prima fue creciente a partir de 1830, lle¬gando a 15.000 toneladas anuales en 1845 y a 20.000-25.000 en tomo a 1860. La fuerza instalada en caballos de vapor se multiplicó por nueve entre 1835 y 1861. La hegemonía de Cataluña en el textil de algodón empezó a producir en esta misma época una atracción del textil en general (lana, seda) hacia la región, impulsada por esa superioridad técnica que arruinaba a las industrias tradicionales.
La industria textil empujó el crecimiento de la industria en general a un ritmo anual del 4 % en 1835-1860 y algo inferior a partir de esta fecha. El crecimiento industrial se concentró en ciertas pro¬vincias como Barcelona, Madrid, Vizcaya y Valencia.

c. El desarrollo del ferrocarril
La industria textil catalana, que había tenido un origen autóctono, transformó tan sólo la forma de vi¬da de aquella región, mientras que el desarrollo del ferrocarril tuvo muy directa influencia en la vida de todos los españoles. Los historiadores se han pregun¬tado en ocasiones acerca de si esta inversión fue la más oportuna y si el modo en que se llevó a cabo -en gran medida con importaciones procedentes de otros países- no perjudicó, en vez de resultar beneficiosa. Sin embargo, no hubo en la época una alternativa de transporte más eficiente, en especial en un país de complicada orografía y, además, las importaciones citadas eran en un principio inevitables teniendo en cuenta la incapacidad de la industria nacional de dar respuesta a la demanda.
Hasta 1855 no hubo más que prehistoria del ferro¬carril en España. En tiempos de Fernando VII exis¬tieron algunos proyectos que no llegaron a fraguar por falta de capital y de capacidad técnica, pero tam¬bién porque las condiciones políticas eran las peores para que se pudieran emplear capitales extranjeros en España. Los primeros trabajos de planificación no se produjeron sino en 1844, con el comienzo de la déca¬da moderada, momento en el que se decidió usar un ancho de vía superior al europeo, imaginando que se¬ría necesario usar máquinas de mayor tamaño debido a lo montañoso de la geografía española.
Las primeras líneas ponían en relación grandes ciudades con su entorno más inmediato o cubrían ne¬cesidades muy perentorias y peculiares. En 1848, por ejemplo, se abrió la línea Barcelona-Mataró, que re¬sultó muy rentable y fue propiciada por el empleo de tecnología y capital británico. Otras líneas de este primer despegue del ferrocarril español fueron la abierta entre Madrid y Aranjuez y aquella que per¬mitió llevar el carbón asturiano desde la cuenca mi¬nera hasta el puerto de Gijón. En total, a la altura de 1855, fecha en que se abrió esta última línea, existían en España 475 kilómetros de ferrocarril. La arbitraria concesión de las líneas por el Estado dio lugar a es¬cándalos y muchas de las empresas explotadoras tu¬vieron problemas como consecuencia de la crisis de los años cuarenta.
La situación cambió a partir de la nueva legisla¬ción puesta en marcha en el verano del año 1855. Se optó por una ordenación más racional a partir de una red radial centrada en Madrid, con concesiones por 99 años y una serie de franquicias destinadas a la importación de material destinado a la construcción de las líneas. Como consecuencia de esta legislación a la altura de 1868 el número de kilómetros de vía construidos se acercaba ya a los 5.000. Las principa¬les compañías (Norte, Madrid-Zaragoza-Alicante y Ferrocarriles Andaluces) eran de capital francés y na¬cieron entre 1856 y 1858.
Importa recalcar que en torno a 1868 no sólo ha¬bía sido construida la red ferroviaria básica, sino que, además, había experimentado un desarrollo muy con¬siderable la red de caminos. Ésta, a partir de los años treinta, a pesar de la guerra, fue multiplicando su construcción a un ritmo de 500 kilómetros anuales y en 1868 había una red de 18.000 kilómetros, de los que la mitad se habían construido desde el comienzo de esa década.
En realidad, la construcción de caminos y, sobre todo, del ferrocarril supuso un decisivo cambio en la vida española que permitió una mejor comunicación. De esta manera se explica la constitución de un auténtico mercado nacional, tan importante para la difusión de los productos agrarios y para evitar las periódicas hambres. Se ha calculado que la construc¬ción de la red ferroviaria pudo suponer un ahorro de un 15 % de la renta nacional. La comunicación pos. tal pudo adquirir sus características contemporáneas y configurarse como un servicio público. El ferroca¬rril disminuyó los gastos del correo a tan sólo una sexta parte. En 1849 apareció el sello de correos como procedimiento de pago. También data de me¬diados de siglo la difusión del telégrafo eléctrico, cuando hasta entonces únicamente había existido un telégrafo óptico que era utilizado tan sólo por el go¬bierno o la Casa Real.

d. La minería
Finalmente, a la altura de los últimos años de este periodo, ya en la época del sexenio democrático, em¬pezó a apuntar una novedad de importancia en el terreno industrial. La minería a mediados de siglo suponía tan sólo la exportación de unas 10.000 tone¬ladas anuales que representaban el 1 % del total, pero en la primera mitad de la década de los setenta se acercaba ya al millón de toneladas, lo que equivalía al 8 % de la exportación. La minería no creó directa¬mente ninguna industria, pero supuso una importante capitalización que tendría mi decisivo resultado sobre la evolución económica española.

Cultura

1. El Estado y la cultura
Como en el caso de la organización del Estado en general o de la organización de la economía, sin duda el cambio desde una sociedad del Antiguo Régimen a una sociedad liberal tuvo una muy directa repercu¬sión sobre la cultura.
En primer lugar, este cambio supuso el estableci¬miento de un régimen de libertad de imprenta den¬tro de los límites señalados por las leyes. El primer tercio del siglo constituyó una especie de contradan¬za de libertad y prohibición, de tal modo que no ya los libros de los escritores liberales, como Martínez Marina, sino también los de los ilustrados del si¬glo XVIII, como Jovellanos, fueron publicados al rit¬mo de las autorizaciones concedidas por la censura.

a. El Estado, nuevo mecenas
Con el triunfo del liberalismo nació un nuevo marco para la vida de la cultura, cuyo rasgo principal fue la sustitución de los antiguos mecenas de la cultu¬ra por el Estado, que¡ además de crear instituciones promotoras de la cultura y la educación, estableció unas normas legales por las que se regía la actividad cultural y el mundo de las ideas.
La desaparición del mecenazgo de la Corte o de las órdenes religiosas o su reducción al mínimo supu¬so que el Estado asumiera esta importante obligación. Lo hizo regulando, por ejemplo, la enseñanza uni¬versitaria y secundaria. Ya hemos visto que en Es¬paña lo hizo en 1857, pero siguiendo los antecedentes marcados al comienzo de la época moderada por el Plan Pidal. De acuerdo con él se establecieron los Institutos de secundaria que, a pesar de ser conside¬rados como «termómetro de la educación de un pue¬blo», apenas si tuvieron unos 11.000-12.000 alumnos. Las universidades creadas fueron asumidas por el Es¬tado, que trasladó la Complutense a Madrid, denomi¬nándola Central, y estipuló que ésta sería la única que impartiría el doctorado. En el plan quedaban previstas cinco Facultades (Derecho, Filosofía, Medicina, Far¬macia, Ciencias) y además Escuelas Especiales, des¬tinadas a los saberes técnicos. Los catedráticos, tanto de instituto como de universidad, habrían de ser nom¬brados mediante el procedimiento de la oposición.
De esta manera, las profesiones intelectuales no dependían ya de la Iglesia ni tampoco de las órdenes religiosas, existía una autonomía del profesorado res¬pecto del poder político -aunque objeto de sonados conflictos e incidentes- y se difundía una educación científica inexistente en la universidad del siglo XVIII.

b. Gran difusión de libros y prensa
Aparte de la regulación mediante la adecuada ley, aprobada en 1847, de los derechos de autor, la liber¬tad de imprenta permitió la difusión de la edición y también de la prensa. Los grandes editores españoles de la época, como Rivadeneyra, contribuyeron de forma poderosa a la conservación y difusión de las obras de los clásicos españoles, empezando la recu¬peración de quienes habían sido poco apreciados por la Ilustración, como Calderón de la Barca.
Es importante señalar que al margen de la edición culta y cuidada hubo también una literatura popular de gran difusión y que a la vez es testimonio de los sentimientos de las grandes masas y contribuía, sin duda, a formar dicha personalidad. Aparte de la lite¬ratura de cordel -versos elementales que narraban aventuras o fábulas con un cierto mensaje moral o político-, la novela por entregas perteneció a este género. Difundida por los enviados de la empresa editora, esta literatura popular alcanza su mejor ex¬presión en María, o La hija de un jornalero (1845), de Ayguals de Izco, mezcla de elementos románticos y de suave reivindicación social, todo ello presentado de una manera dramática y aventurera. La «novela por entregas» solía ser objeto de lectura colectiva.
A lo largo del siglo XIX la prensa se convirtió en un instrumento esencial de la lucha política y de difu¬sión de las ideas, lo que contribuye a explicar el deci¬sivo papel atribuido a la determinación de la ley de imprenta. El ejemplo más característico de la prensa del siglo XIX es el diario identificado con un partido político, como puede ser La Iberia, de significación progresista. En este caso, los directores y los redacto¬res solían ser personas preeminentes en la vida políti¬ca de ese partido. .
Sin embargo, ya a mediados del siglo XIX empezó a aparecer en España una prensa que adoptaba una posición independiente de los partidos y que tenía, por tanto, la pretensión de influir directamente sobre la opinión pública, como fue el caso de La Correspondencia de España o El Imparcial. Otro tipo de prensa fue la ilustrada, como el Semanario pintores¬. Español de Mesonero Romanos.
Los diarios y semanarios citados fueron impresos en Madrid y la mención a la capital no es casual, sino que obedece a un criterio de centralización de la cul¬tura muy característico del Estado liberal, que creóno sólo una capitalidad política sino también cultural. En efecto, las instituciones públicas destinadas a la cultura se localizaron en la capital y se alojaron en al¬gunos de los grandes edificios de la misma, alguno de ellos anterior y otros construidos en este momen¬to. El Museo del Prado fue imaginado por vez pri¬mera por José Bonaparte y luego convertido en tal por Fernando VII, utilizando un edificio que estaba destinado a Museo de Ciencias. Alojó no sólo las co¬lecciones reales, sino también las obras de arte proce¬dentes de la desamortización, y sólo en 1868 pasó a ser nacionalizado y dejó de pertenecer a la Corona. En el año 1866 se inició la construcción del edificio de la Biblioteca Nacional, que no se inauguraría sino a finales de siglo, que alojó también el Museo Ar¬queológico, creado en 1867. El Teatro de la Ópera se edificó en 1850.
Muy característico de la protección de las artes por parte del Estado en el siglo XIX fueron las expo¬siciones nacionales de pintura, establecidas desde 1856 y seleccionadas a partir de un jurado oficial. Las obras expuestas podían ser compradas por el Es¬tado y los autores premiados solían pasar a desempe¬ñar puestos docentes en las principales instituciones del país. Finalmente, a las Academias creadas en el pasado por la realeza se sumaron en estos momentos otras, como la de Jurisprudencia y Legislación y la de Ciencias Morales y Políticas.
En Madrid, convertida en capital de la cultura por decisión política y administrativa, no sólo se locali¬zaban los principales centros culturales públicos, sino también algunos de los principales de carácter priva¬do. Desde el triunfo del liberalismo existió una serie de asociaciones voluntarias que a menudo resulta¬ron mucho más influyentes que las públicas. Un pa¬pel absolutamente relevante le correspondió, por ejemplo, al Ateneo, creado en 1835 y cuyo primer presidente fue el duque de Rivas. Gran parte de los debates filosóficos, políticos y literarios, desde el li¬beralismo doctrinario hasta las tesis democráticas, pasando por el librecambismo o el proteccionismo, tuvieron lugar en su local. Hubo en la capital otros como, por ejemplo, el Liceo Literario y Artístico, relacionado con las artes plásticas, o el Fomento de las Artes. Este tipo de instituciones en ocasiones se dedicaban a tan sólo un sector social -como el obre¬ro- y se difundieron por toda la Península, bien utili¬zando esa misma denominación o la de Casino.

c. La formación de una identidad nacional

El Estado apoyaba a la cultura y al mismo tiempo ésta daba sentido al Estado. En efecto, durante los años centrales del siglo XIX se pasa de la existencia de la realidad nacional como unidad a la difusión de un sentimiento de identificación con la misma. Claro está que en España, a diferencia de Francia, esta identidad nacional no pudo ser sentida tan aguda¬mente, no sólo por la pluralidad cultural existente en la Península, sino, sobre todo, por la existencia de un analfabetismo muy extendido.
Un papel decisivo le correspondió, como en otros países, a la historia, tanto en forma de narración co¬mo de representación.
La historia de España en la mentalidad de la época remite a un pasado remoto, nada menos que los go¬dos, y hace hincapié en la existencia de un carácter nacional carente de modificaciones con el transcurso de los siglos. A mediados de siglo existieron dos ver¬siones del nacionalismo español, una moderada y otra progresista, dando lugar a interpretaciones relati¬vamente distintas; la historia de España más difundi¬da fue la de Mariana, proseguida por Modesto La¬fuente, que tuvo numerosÍsimas ediciones.
La representación de la historia en enormes cua¬dros constituyeron la pintura oficial por excelencia, destinada a cubrir las paredes de los grandes edificios oficiales (como, por ejemplo, el Senado). Esta pintu¬ra de historia tiene sus antecedentes en el neoclasicis¬mo, pero alcanzó su mejor expresión en los años cen¬trales del siglo. Además, tuvo dos versiones en lo ideológico: una moderada, la de Casado del Alisal (La rendición de Bailén), más suelto desde el punto de vista estilística, y otra progresista, de Gisbert, con la representación de los modernos héroes de la liber¬tad (El fusilamiento de Torrijos). Muy a menudo esta pintura exaltaba las libertades de los castellanos o te¬nía otro tipo de referencias a la actualidad (por ejem¬plo, aparece Isabel la Católica durante el reinado de Isabel 11 y el Compromiso de Caspe o, lo que es lo mismo, el rey elegido por los súbditos en tiempos de Amadeo de Saboya).

2. El movimiento de las ideas y de la sensibilidad

Esta justificación del Estado, al que se encuentra un fundamento en la historia nacional previa, consti¬tuye tan sólo uno de los aspectos de la cultura espa¬ñola en los años centrales de siglo XIX. En ellos es un factor perdurable la influencia francesa pues, aunque existan otras (por ejemplo, la británica o la alemana), lo cierto es que la citada en primer lugar resulta la más persistente y perdurable. De influencia francesa es, por ejemplo, el liberalismo doctrinario que tanto influye sobre el grupo moderado de la época isabeli¬na, y de influencia francesa será también el socialis¬mo utópico, que está vinculado con los grupos más radicales dentro del liberalismo. Algo parecido puede decirse de las artes visuales.

a. El espíritu romántico
El liberalismo coincide en su advenimiento en Es¬paña con la difusión del movimiento romántico. Al¬gunos de los protagonistas de la literatura de esta sig¬nificación fueron, además, dirigentes políticos, como es el caso de Francisco MartÍnez de la Rosa, autor de La conjuración de Venecia, drama estrenado en 1834, o del duque de Rivas, que estrenó en 1835 Don Álvaro o la fuerza del sino, quizá la obra más significativa del romanticismo.
Se ha señalado con razón que, aunque la influen¬cia de este movimiento cultural date de la fecha indi¬cada, lo cierto es que España vivió colectivamente una experiencia de romanticismo a partir de la guerra de la Independencia y también en el primer liberalis¬mo, en el que la denominación misma de un grupo político como «exaltado» es una buena prueba de ello. Además, España se convirtió para los románti¬cos de otras latitudes en el país romántico por exce¬lencia, por su mezcla de exotismo, arrebato vital y pasado histórico. Alguno de los grandes románticos españoles, como José de Espronceda, constituye el ejemplo del literato interesado en la política más ra¬dical, en paralelo con el poeta británico Byron.
El romanticismo constituyó en España una reali¬dad cultural que no se extinguió con la primera gene¬ración que le vio triunfar, sino que perduró a lo largo de todo el siglo. El Don Juan Tenorio de José Zorrilla, por ejemplo, data de 1844, pero en el teatro se puede percibir la presencia del ideal romántico,'irra¬cional y apartado de todas las reglas, en la obra de José de Echegaray. Algo tan característico del>ro¬manticismo como es la idea de que existe un «espíri¬tu de la Nación» que es anterior al individuo y se le impone de manera necesaria no aparece sino en el fin de siglo, tras la traducción de los teóricos alemanes.
En relación con esta idea de la existencia de un es¬píritu de cada pueblo capaz de dar sentido a su tra¬yectoria ya se ha hecho mención a la creación de una simbología sobre España y su pasado. Sin embargo, no es ella la única que aparece en estos momentos, si¬no que también fue característica del romanticismo la recuperación de las culturas regionales y de las nacionalidades periféricas que, a partir de la época moderna, habían tendido a desdibujarse por directa persecución -sobre todo a partir del año 1715 en el caso de Cataluña- o por haber quedado marginadas a los medios rurales.
Esta recuperación de la cultura propia se llevó a cabo en primer lugar en Cataluña, donde la oda A la Patria data de 1833 y a partir de 1859 existen unos locs Florals que recuperan la lengua propia y le proporcionan la respetabilidad de la versión literaria. En Cataluña, además, se dio una interpretación de la historia que partiendo del pasado medieval servía pa¬ra llegar a una conciencia nacional propia o a la de¬fensa de una especificidad muy marcada, como es vi¬sible en la obra de Milá i Fontanals y Bofarull. En fin, ya en los años setenta se había iniciado, en un primer germen, el paso de la defensa de la cultura ca¬talana al comienzo de vertebración del catalanismo como movimiento político, por lo menos en lo refe¬rente a la creación de una prensa propia.
En el País Vasco la recuperación de la lengua es algo posterior, de modo que, a título de ejemplo, sólo en la nueva guerra carlista producida durante la etapa
revolucionaria las escuelas organizadas en la zona controlada por los tradicionalistas tuvieron una edu¬cación bilingüe. Hubo también una literatura del ca¬rácter fuerista y en la obra de Navarro Villoslada, Amaya o los vascos en el siglo VIII (1876), se en¬cuentra una exaltación del pasado vasco como medio para mitificar la propia nacionalidad.
El Rexurdimento gallego -que como la «Renai¬xen a» catalana significa lo mismo que recuperación del pasado cultural y lingüístico- empezó en tomo a los años cincuenta del pasado siglo. Del año 1866 data la Historia de Ga/icia de Murguía, exaltatoria del pasado. Murguía estaba casado con Rosalía de Castro, la principal gloria literaria de la Galicia del siglo XIX.

b. Literatura y ensayo
El tránsito del romanticismo al realismo resulta también perceptible en la literatura, que evoluciona en este sentido al menos en la narrativa, aunque el teatro y la lírica permanezcan en gran medida vincu¬lados a la tradición romántica.
La novelista Fernán Caballero, a partir de finales de los cuarenta, significa un propósito didáctico y sentimental, pero alejado de la exaltación romántica que se identifica con el liberalismo radical. En una línea alejada del romanticismo y más cercana al pen¬samiento de la burguesía tradicional y hogareña es¬cribirán también Bretón de los Herreros y Cam¬poamor, mientras que Juan Valera hará excepciona¬les retratos psicológicos muy alejados de ese mundo romántico. De todos modos, la victoria propiamente dicha del realismo sólo tiene lugar en el periodo re¬volucionario abierto a partir de 1868, como escribió Clarín, un miembro de esa generación realista. A partir de Pérez Galdós la novela tiene como protago¬nistas esenciales a las clases medias españolas.
El cambio hacia el realismo en la narrativa estuvo acompañado también de una importante transforma¬ción en el panorama ideológico. Las dos versio¬nes político-partidistas del liberalismo tuvieron sus respectivas elaboraciones teóricas. A lo largo de la primera mitad del siglo XIX predominó el liberalismo doctrinario en el que es posible encontrar matices específicamente católicos (en el caso de Jaime Bal¬mes) o derivaciones autoritarias o dictatoriales (en el de Donoso Cortés). El liberalismo de tono progresis¬ta caracterizó a talantes como el de Mariano José de Larra pero también a escritores en materias econó¬micas como, por ejemplo, Flórez Estrada. Lo ca¬racterístico del periodo posterior es la aparición de doctrinas que superan al liberalismo, enmarcándose dentro de un pensamiento demócrata o vinculado con el socialismo utópico, también de procedencia fran¬cesa, como es el caso de Sixto Cámara o de Pi i Margall.
Mucha mayor influencia tuvo la introducción de la filosofía del alemán Krause por parte de Julián Sanz del Río. El krausismo era una ecléctica ver¬sión del idealismo, del que interesan más que nada sus consecuencias sociales y políticas. Su racionalis¬mo armónico parte de la concepción de la filosofía como un saber de salvación. A partir de estas concep¬ciones lo esencial en él es un talante deísta impregna¬do de una exigencia ética. Su visión de la sociedad, armónica y evolucionista, fomenta una concepción li¬beral, reformista y poco proclive a confiar en exclusi¬va en el Estado. Sanz del Río se dedicó tan sólo a la docencia desde 1854 hasta su muerte en 1869, pero fue el principal artífice de una línea de liberalismo muy alejada del moderantismo y del progresismo y que inspiraría a gran parte de la intelectualidad y la política españolas. Sin ella empieza por no enten¬derse la significación del periodo revolucionario 1868-1875.

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